sábado, 3 de julio de 2010

Calvert Casey - La dicha

Con gran dificultad, Jorge cerró la última maleta. La cerradura se negaba a ajustar. Primero trató de cerrarla con una presión normal de la mano; luego, cuando comprobó consternado que el resorte no cedía para que entrara el pestillo, quiso hacerlo correr, pero sin éxito. Trató entonces de forzarlo. Notó que los dedos le temblaban ligeramente. Hacía calor, pero reconoció el origen de las gotas frías de sudor que le bajaban, una a una, desde las axilas hasta la cintura. Siempre que se sentía nervioso le ocurría lo mismo.
Trató de ocultarle a Dalia –ocupada en guardar en la cartera las últimas cosas para el viaje, el boletín, dinero– las dificultades con la cerradura. Pero Dalia lo veía todo.
–¿No cierra?
–Se ha trabado. Estas cosas siempre pasan a última hora.
–No vayas a forzarla.
–¿No ves que no la estoy forzando?– Jorge trató de dominar su irritación.
–No te impacientes. Haz las cosas despacio y verás que cierra. El tren no sale hasta las doce.
Jorge previó la dificultad de que la cerradura no funcionara a pesar de todos sus esfuerzos.
–En todo caso, puedes llevarla así; la otra cerradura es fuerte, aguantará.
–No, sí no cierra no me voy. No quiero arriesgarme con una maleta a medio cerrar. Con esos trenes como van... La mandamos arreglar el lunes y cambio el pasaje para el martes.
Jorge sintió otra gota solitaria y helada correrle por el costado.
–Tú siempre ahogándote en un vaso de agua. Si no cierra, le ponemos una soga para asegurarla y ya está.
–¿Cómo voy a viajar con una maleta amarrada con una soga? Además, ¿qué apuro tiene el viaje? A lo mejor es un aviso... Yo creo en esas cosas. Si no llego hoy, llego el martes, es lo mismo.
–¿Qué dirá tu familia? Pensarán que te ha pasado algo, o que yo no te dejo ir. Con todo lo mal que ya piensan de mí...
–El telégrafo lo inventaron hace largos años.
Era la lógica implacable de Dalia, que a veces provocaba en Jorge una sensación de ahogo. En sus momentos de ternura, solía invadirle un sentimiento de gratitud que se traducía en juramentos, en confesiones de una gran necesidad por ella, por su devoción, y en caricias en las que hubiera sido difícil saber dónde terminaba la gratitud y dónde comenzaba el deseo. Pero en los últimos tiempos los momentos de ternura habían disminuido y la desagradable sensación de ahogo se producía cada vez con mayor frecuencia.
Sonriendo, Dalia le señaló una llave que estaba en el suelo, junto a la maleta, muy visible, casi debajo de sus ojos. Jorge introdujo la pequeña llave en la cerradura, el resorte cedió, el pestillo pudo entrar y la maleta quedó cerrada.
Habían quedado en que él no iría a la estación. Le impacientaban las salas de espera, las estaciones y sobre todo los aeropuertos. Todos los lugares, en fin, donde su voluntad quedaba supeditada a la voluntad de los demás, o a fuerzas ocultas y misteriosas. Los aeropuertos lo aterraban. Aquel paciente rebaño de viajeros esperando a que una voz metálica y desagradable saliendo por un amplificador les ordenara abordar un aparato, que podía ser una trampa mortal. ¡Pobre gente! Además detestaba las despedidas, los trenes que no salían después que ya todo se había dicho y los últimos besos se habían dado; las demoras de última hora que hacían recomenzar el triste ceremonial hipócrita, y por fin la salida, para alivio de todos.
Jorge la besó al salir del apartamento, ya con todo listo. Antes de abrir la puerta experimentó el deseo inesperado de volver a sentir su contacto. Le tomó una mejilla y la besó una, dos, tres veces. Casi llegó a decirle: "Ven pronto", pero se contuvo. No estaba bien. Ella se dejó besar, pero le apretó fuertemente un hombro, hablándole casi al oído.
–Cuídate, aliméntate bien, Si te da el dolor, ya sabes dónde está la jeringuilla. Hiérvela en cuanto sientas algo y llama a la encargada. Es muy buena y viene en seguida, ya yo hablé con ella.
Llevaba un pañuelito absurdamente pequeño atado a la nuca, y a él le gustaba decirle que le daba un aire de campesina siciliana, aunque jamás hubiera visto una campesina siciliana. Ella lo llamaba su pañuelito de viaje, quizá porque lo sacaba del fondo de un armario cada vez que iba a visitar a su familia. Entonces él la encontraba linda. ¿Sería quizá porque se iba, y eso siempre le hacía sentir una extraña sensación de ternura y de culpa, o porque el pañuelito le quedaba tan bien, con los labios pintados y el olor a perfume que ella reservaba para los viajes y para las escasas salidas que hacían juntos? No, recordaba que siempre le había gustado verla con el pañuelito verde que le daba un aire más joven.
Recogió las dos maletas, salió delante de ella, que llevaba el neceser y cerró la puerta, y bajó sin detenerse hasta la calle.
Afortunadamente un taxi dejaba un pasajero en la puerta del edificio, y sin transiciones ni esperas enfadosas colocó las maletas en el asiento delantero. Dalia se instaló detrás y el auto partió.
–Cuídate– fue lo último que Jorge pudo oír.
Jorge subió lentamente las escaleras, con una profunda sensación de alivio, pero también de vacío, como si la tensión de las dos largas últimas horas, desde que se levantaron hasta que la puerta del taxi se cerró bruscamente, hubieran terminado por agotarlo.
En la escalera se encontró con la encargada, una mujer nerviosa y flaca, de voz chillona, agradable a su modo aunque algo entrometida. Era la única persona en el pretencioso y feo edificio que iba más allá del saludo frío y la sonrisa de compromiso que les reservaban los demás inquilinos –matrimonios viejos, matronas cargadas de niños que atronaban los corredores desde que aparentemente la noticia de que no estaban casados se filtró. Un muchacho que eternamente sentado en el zaguán estrecho jugaba con juguetes demasiado pequeños para su edad, miraba a Jorge y a Dalia como a fenómenos de circo cada vez que entraban o salían del edificio.
–¿Solito, eh?– le dijo la encargada en el primer rellano.
–Imagínese.
–Cualquier cosa que necesite, no tenga pena.
–Gracias.
Jorge se imaginó a la flaca mujer precipitándose sobre él, jeringuilla en ristre, y clavándosela sin compasión, y casi se rió, divertido, mientras subía lentamente las escaleras interminables. Detestaba el edificio. Tanta respetabilidad y ni un mal ascensor.
Cuando llegó arriba, decidió darse una ducha y poner un poco de orden en el apartamento antes de almorzar. Miró el reloj. Las once y media. Pensó en las horas, que ahora pasarían lentamente. La espera de días, de semanas enteras, se encerraba en esas horas. Trabajando en la casa correrían más pronto.
Pero no hizo nada. Sintió un agudo cansancio, con el cual no había contado. Se echó un rato en la cama, aún deshecha, y se quedó profundamente dormido.
Despertó con un sobresalto violento. Consultó el reloj y se dio cuenta de que había dormido horas. No tendría tiempo de almorzar. Trató de organizar sus ideas lo mejor posible. Midió el tiempo. Aún podría ordenar el apartamento, ventilar la habitación, tender la cama con sábanas limpias, cambiar las toallas. Y el baño. El baño era imprescindible. Mientras el agua se calentaba en el calentador de la cocina –no podía soportar el agua fría, ni siquiera en verano– arreglaría un poco las demás habitaciones, el cuarto donde leía y trataba algunas veces de aislarse.
Mientras ordenaba, examinó con ojos críticos, como si lo viera por primera vez, el escaso mobiliario de las habitaciones, la cretona con arabescos de los muebles, que hacía juego con la cretona desvaída de las cortinas. ¿Para qué cortinas en un clima tan caliente? ¿Y por qué no flores? ¿Por qué Dalia detestaría las flores? Él las amaba y a veces las compraba y las traía a la casa, como en las películas. Pero sabía que Dalia las aceptaba, esperando el momento en que comenzaran a marchitarse para tirarlas. Daban mosquitos.
Echó una última mirada apresurada al apartamento, queriendo abarcar hasta el último rincón: todo en orden. Un poco sin vida, como estéril, seco, impersonal, pero en orden, por lo menos limpio. (¿Y por qué hoy le parecía sin vida si otras veces le parecía un pequeño paraíso de intimidad y confort, sobre todo algunas tardes en que Dalia le leía?)
Voló a la ducha. El agua tibia corrió por todo su cuerpo, refrescándolo y calmándolo. Tendría tiempo para enjabonarse dos veces. El día estaba fresco, pero había sudado tanto con las maletas. Se secó bien, se refrescó aún más la piel con colonia, y comenzó a vestirse ante el espejo del cuarto.
Aunque lo esperaba –sólo Dios sabía cuánto tiempo había estado esperándolo–, cuando oyó el toque seco de la aldaba en la puerta, el corazón le dio un vuelco. Qué firme, nada de vacilaciones, tuvo tiempo de pensar mientras se alisaba por última vez el cabello. El toque se repitió de nuevo, suave, con igual firmeza, mientras él corría. La idea de Dalia lo asaltó inoportuna al acercarse a la puerta, sin que pudiera explicarse por qué: el pañuelito verde, las recomendaciones. Abrió la puerta de par en par.
Era Laura.
La mano le tembló sobre la cerradura. Comprobó aliviado que no había nadie en el corredor, que ninguno de sus antipáticos vecinos la había visto llegar. Pero el temblor y la comprobación fueron arrastrados por la presencia de Laura, por la sonrisa tranquila, por la serenidad profunda de los ojos enormes, por el cabello exquisitamente peinado, por el amarillo del vestido de lino, por la voz pastosa, calmada y ligeramente irónica, que ahora interrumpía la contemplación estática de él.
–¿Se puede?
¡Laura! ¡Laura! Cuánto tiempo había esperado este instante mágico en que la vería aparecer en el umbral de la puerta, en que su figura se destacaría contra la luz mortecina del corredor. Cuántas veces había imaginado la escena: Laura sonriendo, Laura esperando, Laura repitiendo el toque en la puerta, contrariada de no encontrarlo. ¡Qué torpe, pero qué torpe había sido! Había planeado acercarse a una ventana que se abría sobre la escalera y, sin que ella se percatara, contemplarla esperando frente a la puerta, esperando a que él abriera, esperando por él, impacientándose –porque ella se impacientaba con facilidad–, llamando nuevamente a la puerta, y luego él corriendo y abrazándola apasionadamente. Pero se había olvidado ¡qué torpe! de su pequeño plan, y de tantos otros planes, sueños, proyectos, cuyo único objeto era detener para siempre aquel instante: Laura visitándolo por primera vez, la voz de Laura resonando en el
pisito y transformándolo, el vestido de Laura crujiendo levemente –¡pero qué tonto!, ya los vestidos no crujían, eso era antes, en las novelas–, pero sí, el vestido de Laura crujiría levemente cuando ella entrara, él lo quería así y así sería.
Y sólo le quedó rendirse ante la evidencia de la sonrisa tranquila, del traje de lino amarillo que parecía absorber toda la luz de la salita –él había entornado las persianas para este momento– y de la mano pequeña que se alzaba hasta el cabello para comprobar que estaba en su lugar, y, con un gesto torpe, pedirle que entrara.
Los primeros instantes fueron embarazosos. Ella dejó sobre un mueble su bolso de mano –un bolso que a él le pareció muy grande– y comenzó a examinar la habitación.
–Así que vives aquí.
Como él no atinaba a decir nada, absorto en su contemplación, ella volvió a examinar la pieza y repitió las mismas palabras, que a él le parecieron cargadas de una verdad profunda. Vino a salvarlo la comprobación, casi simultánea, en los dos, de que en su apuro a él se le había olvidado ponerse los zapatos y la había recibido descalzo. Estallaron en una carcajada ruidosa –quizá demasiado ruidosa– y entonces él pudo abrazarla.
Al principio sintió un temor mortal de que ella opusiera resistencias absurdas. Las mujeres eran así; cuando parecían dispuestas a todo, algún temor inexplicable, algo parecido a una defensa contra una amenaza invisible que se cerniera sobre todo el género y que sólo ellas podían prever, lo echaba a perder todo. Aunque en realidad, si alguien había opuesto resistencia era él–, resistencia a verse en cines oscuros de los que se salía con una frustración dolorosa, y más tarde en hotelitos tristes, de paredes sin pintar, que a él le parecía que abarataban su amor y acabarían por estrangularlo. No, no; esperarían para poder verse sin la tiranía del lugar y el tiempo. Y él sin explicar mucho, y ella sin preguntar nada, esperaron pacientemente a que llegaran estos días de libertad suprema, limitados por el regreso de un tren que acababa de partir.
Pero todos sus temores se desvanecieron con el primer abrazo, prolongado, algo tembloroso, atravesado de suspiros de alivio.
Ella había venido a entregarse.
Y toda aquella tarde, hasta bien oculto el sol, Jorge sintió que se iban sumergiendo en capas cada vez más espesas y profundas de dicha, ignorantes a todo, al transcurrir de las horas, al gradual oscurecimiento de la casa, a los ruidos de la calle, al timbre insistente del teléfono, a una llamada a la puerta, a las voces de sus vecinos, al cese de los ruidos en la casa, al latido del reloj que acabó por detenerse, al mundo.
Con la extinción de la luz y de la natural capacidad de arrobamiento, sobrevinieron la calma y el silencio. Jorge hubiera deseado que el silencio se prolongara, pero Laura no permitió que durara mucho y lo rompió, hablando de cosas que él no oía muy bien y tampoco quería entender. De su gran bolso comenzó a extraer cosas que confirmaron las sospechas de Jorge y lo hicieron sonreír: un pijama, cepillos (¿por qué tantos cepillos?), un libro, polvos, una mota nueva y suave (como su piel, pensó Jorge), ropa interior, las servilletas absorbentes para el cutis sin las cuales las mujeres parecen encontrar la vida imposible, extraños objetos de lata que (Jorge lo supo después) eran para el pelo. Pero ¿por qué hablaría Laura mientras extraía las cosas de su bolso sin fondo y las iba colocando sobre la cómoda? ¿Eran necesarias las palabras?
Jorge comenzó a preparar la cena. Durante semanas había planeado una pequeña colación íntima para esta noche. Había pensado llevar hasta la salita una mesa plegable, que nunca se utilizaba y él había reparado en secreto, e instalarla junto al balcón, sin abrir las puertas para evitar las miradas indiscretas, pero con las persianas entornadas para que la brisa de la noche los refrescara. Cuántas veces había imaginado los cabellos de Laura tocados por la brisa, agitándose casi imperceptiblemente, provocando aquel gesto tan suyo de alisárselos.
Pero Jorge decidió bruscamente que comerían en el comedor; así todo resultaría más simple. Se había hecho demasiado tarde, y despachada la cena podrían entregarse después a la conversación.
La comida transcurrió en silencio. Todo lo que durante tanto tiempo Jorge había planeado decirle –o no decirle– en esta primera noche de verdadera, de real intimidad, las frases felices, las pausas cargadas de significación, transidas de magia, cedió el lugar a simples observaciones.
–Parece mentira, ¿verdad?
–Verdad.
–Ya ves, todo llega.
–Lo importante es esperar.
–Verdad.
–¡Qué calor!, ¿eh?
–Tremendo.
No era cierto. Hacía rato que el terral soplaba benigno, casi paradisíaco, sobre la ciudad, refrescándola.
Jorge pensó intensamente –muy intensamente– en su felicidad. Levantó la mesa mientras Laura se retocaba en el baño. Sin proponérselo contó las veces que la llave del agua se abría y se cerraba.
De una gaveta, Jorge extrajo una pitillera que había comprado para esta ocasión, preparó dos vasitos de licor, un cenicero, fósforos, y tal como había planeado lo colocó todo en el suelo de la salita, sobre una servilleta limpia. A Laura le agradarían esos detalles. Luego apagó la luz, abrió el balcón y se tendió en el suelo. Silenciosamente, Laura se acostó a su lado y lo besó ligeramente en un hombro. Jorge sintió cierta tristeza inexplicable, que el bienestar de la digestión fue disipando.
Pero la brisa terminó por hacerse molesta y decidieron cerrar el balcón. Instantes después, el calor en la pequeña pieza los sofocaba. El sueño, que Jorge sintió llegar con una mezcla de contrariedad y alivio, fue al fin más fuerte que ellos y a los pocos minutos dormían pesadamente. Jorge no pudo precisar el momento en que abandonaron el duro suelo y siguieron durmiendo en el cuarto.
Tal como lo había planeado, Jorge se levantó muy temprano –quizá demasiado temprano–, fue a la cocina e hizo café, fuerte, como sabía que le gustaba a Laura. Cuando regresó al cuarto con la pequeña taza humeante, la contempló largamente antes de decidirse a despertarla. Se le ocurrió que los que duermen se retiran a un mundo ferozmente personal y remoto, que se basta a sí mismo, donde todo (y todos) deviene superfluo. Casi dormida, ella tomó el café, le sonrió con ojos borrosos y el mundo privado volvió a cerrarse tras ella.
Pero cuando volvió a la habitación, Jorge se dio cuenta de que estaba despierta y fingía dormir.
Tendido junto a ella, Jorge oyó los ruidos de la casa, las voces de sus vecinas que se saludaban en la escalera, el motor de los primeros ómnibus, una voz que gritaba a lo lejos titulares de periódicos, el gotear de una llave de agua, la respiración ahora irregular de Laura, su propia respiración. Luego sintió a Laura canturrear casi imperceptiblemente a su lado. Quizá miraba al techo.
Consultó el reloj; recordó que se había detenido la noche anterior. Pero no necesitaba reloj para saber que era muy temprano, demasiado temprano, y que el día. un día muy largo, acababa de comenzar. Cerrando los ojos con fuerza para no ver la luz del sol, y para impedir que las lágrimas corrieran, Jorge deseó ardientemente que el tiempo pasara y no pasara.

Laurel and Hardy meet Santana