martes, 6 de julio de 2010

Gabriel García Márquez - El ahogado mas hermoso del mundo

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         —Tiene cara de llamarse Esteban.
         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

Novedades de Junio del 2010 [PACK-LIBROS]

libros: 84
peso: 54 MB
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Ashley, Shelley V. - Los pavos reales-doc.zip
Asturias, Miguel Angel - Week-end en Guatemala-doc.zip
Aust, Kurt - La hermandad invisible-doc.zip
Barcelo, Miquel - Ciencia Ficcion - Guia de Lectura-doc.zip
Benmalek, Anouar - La esclava-doc.zip
Bettelheim, Bruno - Psicoanalisis de los cuentos de hadas-doc.zip
Beverley, Jo - Company of rogues 07 - La amante del demonio-doc.zip
Brandewyne, Rebecca - La profecia misteriosa-doc.zip
Brown, Sandra - Pecado y redencion 2 - Los riesgos de amar-doc.zip
Buck, Pearl S. - Otros dioses-doc.zip
Canetti, Elias - La lengua absuelta-doc.zip
Clark, Mary Higgins - Recuerdos de otra vida-doc.zip
Collins, Larry - Laberinto-doc.zip
Cornick, Nicola - Fortune's Folly 3 - Una pasion inesperada-doc.zip
Crusie, Jennifer - Dempsey 2 - La falsificadora-doc.zip
Chantepleure, Guy de - Lil de los ojos color del tiempo-doc.zip
Dal Masetto, Antonio - Hay unos tipos abajo-doc.zip
Dani, Sinclair - Moriah's Landing 03 - Secretos en la oscuridad-doc.zip
Delinsky, Barbara - Nuestro secreto-doc.zip
Divina, La - Desde mis tacones-doc.zip
Driest, Burkhard - Toni Costa 1 - Lluvia roja-doc.zip
Evanovich, Janet - S. Plum 4 - Entre pillas anda el juego-doc.zip
Finch, Carol - Un corazon para conquistar-doc.zip
French, Tana - Gardai 1 - El silencio del bosque-doc.zip
French, Tana - Gardai 2 - En piel ajena-doc.zip
Gallego, Eduardo y Sanchez, Guillem - La cosecha del centauro-doc.zip
Gardner, Erle Stanley - Impulso creador-doc.zip
Gardner, Erle Stanley - Perry Mason 17 - El caso de la vela torcida-doc.zip
Gardner, Erle Stanley - Perry Mason 21 - El caso del gatito imprudente-doc.zip
Gardner, Erle Stanley - Perry Mason 71 - El caso del secreto de la
hijastra-doc.zip
Gardner, Erle Stanley - Perry Mason 73 - El caso de los herederos
asustados-doc.zip
Gifford, Blythe - Las hermanas de Wenston 1 - Un amor sincero-doc.zip
Gisbert, Joan Manuel - Los espejos venecianos-doc.zip
Glukhovsky, Dmitry - Metro 2033-doc.zip
Gomez, Ricardo - El cazador de estrellas-doc.zip
Hachmi, Najat el - El ultimo patriarca-doc.zip
Halperin, Jorge - Las muchachas peronistas-doc.zip
Hassel, Sven - Comando Reichsfuhrer Himmler-doc.zip
Henderson, Beth - Un cazafortunas-doc.zip
Howell, Hannah - Indomable-doc.zip
Jungstedt, Mari - Anders Knutas 2 - Nadie lo ha oido-doc.zip
Jungstedt, Mari - Anders Knutas 3 - Nadie lo conoce-doc.zip
Keller, Nora Okja - Hija del bambu-doc.zip
King, Stephen - La cupula-doc.zip
Lapidus, Jens - Negra de Estocolmo 2 - Nunca la jodas-doc.zip
Larraquy, Marcelo - Marcados a Fuego 01 - De Yrigoyen a Peron 1890-1945-doc.zip
Lewis, Sinclair - Babbitt-pdf.zip
London, Jack - Asesinatos, S. L.-doc.zip
Luna, Felix - Atahualpa Yupanqui-doc.zip
MacLean, Alistair - Cabo de Java-doc.zip
Macomber, Debbie - El corazon de Texas 8 - Confianza rota-doc.zip
Magin, Encarna - Suaves petalos de amor-doc.zip
Mallery, Susan - Las hermanas Keyes 2 - Dulces pecados-doc.zip
Marmen, Sonia - Alma de Highlander 03 - La tierra de las conquistas-doc.zip
Martin, Deirdre - New York Blades 5 - Mismo campo, otra temporada-doc.zip
Martini, Steve - El abogado-doc.zip
Mayne, Elizabeth - Noche de bodas-doc.zip
McCarty, Monica - Clan Campbell 1 - La fuerza del Highlander-doc.zip
McCarty, Monica - Clan Campbell 2 - El Highlander desterrado-doc.zip
McCarty, Monica - Clan Campbell 3 - El Highlander traicionado-doc.zip
Monroe, Lucy - Princesas del mar 6 - Tentacion en la noche-doc.zip
Muñoz Seca, Pedro - La venganza de Don Mendo (Ilustrado)-doc.zip
Navarro, Marysa - Evita-doc.zip
Norton, Sheila - Que pasa con Ally-doc.zip
Novak, Brenda - Angeles vengadores - El ultimo reducto 1 - Confia en mi-doc.zip
Novak, Brenda - AV - El ultimo reducto 2 - Suenios robados-doc.zip
O'Clare, Lorie - Penitencia-doc.zip
Onfray, Michel - Teoria del Cuerpo Enamorado-doc.zip
Pilcher, Rosamunde - Solsticio de invierno-doc.zip
Quinn, Paula - Lores 02 - El senior de la tentacion-doc.zip
Rice, Lisa Marie - Midnight 03 - Midnight angel-doc.zip
Robinson, Kim Stanley - Marte 1 - Marte rojo-doc.zip
Rock, Joanne - Secretos de alcoba-doc.zip
Saramago, Jose - Memorial del convento-doc.zip
Sendker, Jan-Philipp - El arte de escuchar los latidos del corazon-doc.zip
Shaffer, M A & Barrows, A - La sociedad literaria y el pastel de piel de patata
de Guernsey-doc.zip
Simmons, Deborah - Los hermanos de Burgh 4 - Una visita inesperada-doc.zip
Simmons, Deborah - Los hermanos de Burgh 5 - Amor y Magia-doc.zip
Stone, Jean - Volver al primer amor-doc.zip
Suskind, Patrick - La historia del Sr. Sommer [ilustrado]-doc.zip
Thibaux, Jean-Michel - En busca de Buda-doc.zip
Thompson, Dawn - El lobo de Ravencliff-doc.zip
Torres Quesada, Angel - Los vientos del olvido-doc.zip
Torres Santome, Jurjo - El curriculum oculto-doc.zip
Updike, John - El centauro-doc.zip
Uris, Leon - Mila 18-doc.zip
Wood, Barbara - Cancion de cuna-doc.zip
Wood, Barbara - Sombras de un pasado-doc.zip
York, Rebecca - 43 Light Street, 29 - Fuera del tiempo-doc.zip
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[PACK-LIBROS] Novedades del Mes de Junio del 2010

Dylan Lisle


Traído de...

Jaime Sabines - Entresuelo

Un ropero, un espejo, una silla,
ninguna estrella, mi cuarto, una ventana,
la noche como siempre, y yo sin hambre,
con un chicle y un sueño, una esperanza.
Hay muchos hombres fuera, en todas partes,
y más allá la niebla, la mañana.
Hay árboles helados, tierra seca,
peces fijos idénticos al agua,
nidos durmiendo bajo tibias palomas.
Aquí, no hay mujer. Me falta.
Mi corazón desde hace días quiere hincarse
bajo alguna caricia, una palabra.
Es áspera la noche. Contra muros, la sombra
lenta como los muertos, se arrastra.
Esa mujer y yo estuvimos pegados con agua.
Su piel sobre mis huesos
y mis ojos dentro de su mirada.
Nos hemos muerto muchas veces
al pie del alba.
Recuerdo que recuerdo su nombre,
sus labios, su transparente falda.
Tiene los pechos dulces, y de un lugar
a otro de su cuerpo hay una gran distancia:
de pezón a pezón cien labios y una hora,
de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas.
Yo la quiero hasta el fondo de todos los abismos,
hasta el último vuelo de la última ala,
cuando la carne toda no sea carne, ni el alma
sea alma.
Es preciso querer. Yo ya lo sé. La quiero.
¡Es tan dura, tan tibia, tan clara!
Esta noche me falta.
Sube un violín desde la calle hasta mi cama.
Ayer miré dos niños que ante un escaparate
de maniquíes desnudos se peinaban.
El silbato del tren me preocupó tres años,
hoy sé que es una máquina.
Ningún adiós mejor que el de todos los días
a cada cosa, en cada instante, alta
la sangre iluminada.

Desamparada sangre, noche blanda,
tabaco del insomnio, triste cama.

Yo me voy a otra parte.
Y me llevo mi mano, que tanto escribe y habla.