jueves, 25 de noviembre de 2010

Alexandra Catiere

Alexandra Catiere

Carlos Sampayo - Duke Ellington & John Coltrane

Sobre esas pesadillas y anhelos, el polvo también flotaba, acechando. En su ingravidez, era la constatación de nuestra espera, la imagen casi corpórea del éxtasis y la inocencia ávida con que recibimos la novedad de que John Coltrane y Duke Ellington habían grabado un disco juntos. En él, otra vez gracias a los buenos oficios de Bob Thiele, que seguramente se creía el Dios de los monoteístas, se acabarían las discusiones sobre la autenticidad de uno u otro signo. No habría más batallas entre modernistas y clasicistas (llamados tradicionalistas en las playas remotas), ni furibundas miradas ni sabotajes: Ellington, que en los años veinte había sido tan hot como Armstorng o Sidney Bechet, permitía que el primero entre los heterodoxos, un bulímico espiritualista lleno de manías y con la sorpresa de la destrucción encerrada en su cuerpo, entrara en sus aparentemente democráticos dominios para un coloquio entre iguales, paralelos, independientes, superpuestos y complementarios.

Duke Ellington & John Coltrane comienza con un conmovedor “In a Sentimental Mood” donde Duke, inventor de la melodía, perfila mediante una figura repetida, de consistencia frágil, un estado de ánimo que no es exactamente sentimental sino el de la rememoración de otro estado de ánimo. La fórmula de su mano derecha, combinada con las notas largas de Coltrane, es mágica. En esa época el saxofonista tenía la costumbre de calmarse la ansiedad con enormes vasos de agua caliente, sustancia exenta de cualquier significado. Las otras siete piezas del repertorio del disco, ya encaminadas por la primera, ponen al descubierto combinaciones tan extrañas como lo son las que sustentan cualquier amistad profunda o relación de amor entre personas moralmente equilibradas (donde bien puede tratarse de dos inmorales, dos asesinos, dos artistas)... aunque Coltrane y Ellington no eran amigos; más de uno puso en duda que, después del experimento, volvieran a cruzarse más allá que en ocasión de algún festival de jazz. El uno con sus grandes vasos de agua caliente, el otro con sus gotas de codeína en los ojos, en las piadosamente conocidas como “las ojeras de Ellington”.