jueves, 20 de mayo de 2010

Jazzuela: Le jazz dans Marelle de Julio Cortazar

 
 
1 Frank Trumbauer And His Orchestra I'm coming Virginia 3:14
2 Bix Beiderbecke And His Gang Jazz me blues 3:06
3 Kansas City Six Four o'clock drag 2:53
4 Lionel Hampton & His Orchestra Save it pretty Mamma 3:24
5 Coleman Hawkins Body and soul 3:03
6 Dizzi Gilespie And His Orchestra Good bait 2:49
7 Bessie Smith Baby doll 3:01
8 Bessie Smith Empty bed blues 6:16
9 Louis Amstrong And His Orchestra Don't you play me cheap 2:56
10 Louis Amstrong's All Stars Yellow dog blues 4:19
11 Louis Amstrong's All Stars Mahogany hall stomp 4:17
12 Big Bill Broonzy See see rider 3:18
13 The Chocolate Dandies Blue interlude 3:28
14 Champion Jack Dupree Junker's blues 3:12
15 Big Bill Broonzy Get back 3:04
16 Duke Hellington And His Orchestra Hot and bothered 3:19
17 Duke Hellington And His Orchestra It don't mean a thing 3:13
18 Earl Hines I ain't got nobody 3:12
19 Jelly Roll Morton Mamie's blues 2:51
20 Warning's Pennsylvanians Stack O'Lee blues 3:23
21 Tenderly Oscar's blues 3:11
 
 

Viaje musical por Rayuela

Carles Álvarez Garriga

Finales de la década de 1960. En un tren que cruza Europa viajan tres escritores hispanoamericanos. A la hora de dormir, el más joven pregunta al más viejo en qué momento y por iniciativa de quién se introdujo el piano en la orquesta de jazz. «La pregunta ­escribiría el tercero en emocionada nota necrológica­ era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas». El narrador es ­lo adivinaron­ García Márquez. La pregunta la hizo Carlos Fuentes. Respondió Cortázar: «Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk».
Habrá quien vea en la anécdota sólo el ensalzamiento de una retentiva prodigiosa, recordando que el mismo García Márquez contó en otra ocasión que, tras más de treinta años de perseguir el título de un cuento de perseguidos, la mitad de su argumento bastó a Cortázar para ofrecer nombre, autor y libro. Otros opinarán que la exhibición retórica es propia de la supuesta facundia nacional argentina, y despacharán el tema con la fingida suficiencia con que Vargas Llosa caracterizó a Homais, el farmacéutico de Madame Bovary, atribuyéndole una inopinada «maciza pedantería rioplatense». Pensando un poco más (o un poco más simple: pensando), la historieta recupera un territorio que los críticos dedicados al llamado universo-Cortázar aprovecharon para satisfacer el cupo de sus publicaciones académicas mediante el aderezo de conocimientos transversales y la masticación de glosas de vario éxito.
En el caso de Rayuela, la disciplinada «campana neumática de la crítica» ­como diría García Hortelano­ había de tender puentes entre el propósito intelectualista de la novela y el alboroto juvenil de su recepción; un alboroto tal que, según Monterroso, hizo que todas las chicas quisieran parecerse a la Maga y esgrimieran con candor el ejemplo de la escasa higiene de la heroína para bañarse lo menos posible. Haciendo oídos sordos a esos probos esfuerzos de hermenéutica enclaustrada que por lo común no alcanzan al común de los lectores, acercamientos teatrales­ emocionante versión del grupo Payró­ y fotográficos ­El París de Rayuela de Héctor Zampaglione, logrado intento de demostración etimológica: «fotografía»: escritura con luz­, anunciaban en cierto modo la posibilidad de Jazzuela, el disco-libro con que Pilar Peyrats ha intentado pagar su deuda: «Una deuda humilde pero todavía no saldada. Un viaje musical por la novela que cambió el panorama literario de toda una época, y en concreto por los capítulos situados entre el 10 y el 18».
En esos capítulos en los que el Grupo de la Serpiente se reunía para sus «discadas», la conversación filosófico-orientalista discurría sobre una alfombra musical que había de circunscribirla doblemente. Por un lado, una circunscripción temporal, en cuanto el jazz tenía un sentido de averiguación poética que la industria se apropió después con el robo prometeico que va de Charlie Parker a Kenny G (disculpen que manche la página con este nombre). Por otro lado, la naturalidad con que Cortázar recurría a su enciclopedismo musical (una deuda que él pagó antes en «El perseguidor», la «pequeña Rayuela») contribuiría a la simplificación pedagógica de la obra. En este sentido, pese a que en una carta abierta a su amigo y musicólogo Daniel Devoto precisó con pedantería de coleccionista ­a propósito de Duke Ellington­ que «56 discos en mi casa quedan a tu disposición, cronológicamente ordenados», el hecho de que luego se marchara definitivamente a París con un único ábrete sésamo («un solo disco, metido entre la ropa; un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante, que se llama Stack O'Lee Blues y que me guarda toda la juventud») terminaría por dar la razón a los que abordan esa personalidad confiando en fotos de archivo en las que parece tocar la trompeta.
De esa tentación simplificadora peca en algún momento Jazzuela, cuidadoso ejemplo de autoedición hecha con mimo, que reproduce en la portada una Rayuela parecida a la que el propio Cortázar dibujó en la primera edición en Sudamericana para dividir luego su texto en nueve partes que alternan con desigual fortuna la guía de audición con la guía de lectura. Así, si lo documental puede ser de utilidad al relatar en breve y alfabético apéndice las biografías de los solistas de los veinte temas del disco ­la totalidad de cuyos intérpretes se detalla a continuación­; si la inclusión de las letras de sus canciones, así como el rastreo de algunos párrafos de otras obras cortazarianas en los que se aludía al jazz, son laboriosos detalles que cualquiera agradece por su generosidad, todo ello no impide que al leer las páginas dedicadas específicamente a Cortázar y a Rayuela uno se quede con la impresión de que la autora no terminó de decidirse por el riesgo ­en este caso, además, inexistente­ de escribir para un lector verdaderamente familiarizado con la obra. Sea como fuere, y al margen de una cuestión final que hubiera divertido a Georges Perec (¿dónde ordenar un disco-libro?, ¿en la biblioteca o en la discoteca?), lo que importa es escuchar la selección musical. Parafraseando el final del prólogo de Cortázar a la antología poética de Pedro Salinas: «Alguna noche de vino y de hierbas fumables, con Louis Armstrong o Jelly Roll Morton afelpando el aire de reconciliación y contacto, lean en voz alta los capítulos de Rayuela, dibujen en un oído cegado por la tinta de imprenta ese árbol de poesía que Rilke sintió en el canto de Orfeo. No sé de mejor manera de pagar una deuda y recibir a la vez mucho más, infinitamente mucho más de lo que damos».

Rayuela.pdf

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